Por Guillermo Lascano Quintana
Naturalmente habrá múltiples interpretaciones sobre el resultado de las elecciones del 3 de junio. Todas estarán teñidas por las visiones de cada intérprete, pero hay algunas que aparecen prístinas e irrebatibles. Una de ellas es la más clara y contundente: triunfó una nueva alternativa, centrada en la voluntad de quienes quieren un cambio en la conducción del gobierno local. El 45% de los votos se inclinó por la renovación del elenco que gobierna la ciudad, demostrando, de paso, que el candidato del gobierno nacional, no goza de las simpatías del 75 % de quienes sufragaron. Esto es una derrota completa para el oficialismo. Nada más pero nada menos, cualesquiera sean las sesgadas conclusiones que procuren sacar los exegetas del gobierno o los analistas afines.
El electorado de la ciudad de Buenos Aires ha dado la espalda a la prepotencia, a las malas artes, a la ideologización de la política, al revanchismo y al desgobierno, llevados a cabo por el gobierno, que hizo de esta elección una contienda nacional. Kirchner y lo que él representa, fueron vencidos, de manera contundente, por el partido que apoyó a Macri, que mantuvo centrada su propuesta en los temas locales.
Este triunfo de la sensatez frente al oprobio del pensamiento único, el populismo y la irresponsabilidad, tiene la característica, me parece, de no pretender más que lo que estuvo en juego: la gestión de gobierno de la ciudad de Buenos Aires. La mayoría de la gente votó para que haya mejores servicios públicos; para que funcionen normalmente los hospitales y las escuelas; para que cese la inseguridad ciudadana; para que la ciudad esté limpia al igual que sus plazas y paseos públicos, para que el tránsito se ordenado, para que terminen las manifestaciones tumultuarias, agresivas e ilegales de los “piqueteros”; para que los fondos públicos sean administrados con honestidad y transparencia. Nada más ni nada menos.
Ahora bien, para que esta esperanza que se abre, no quede sólo en ello, hay que hacer algunas reflexiones que eviten la sensación de fracaso, tan arraigada en los argentinos, frente a las tribulaciones y escollos de cualquier sociedad de hombres y teniendo en cuenta que el gobierno no se quedará cruzado de brazos y recurrirá a cualquier medio para ensuciar la cancha, primero y dificultar la acción del nuevo gobierno de la ciudad, después.
Macri es la renovación de la clase política. Es la consecuencia natural de aquel “que se vayan todos” nacido en diciembre de 2001, pero sin su ingenuidad, porque es un político. La política es imprescindible y los políticos también. Nada malo hay en ellos, como se pretende hacerle creer a la gente. Se trata de una noble y necesaria actividad y quienes se comprometen con ella deben ser acreedores del reconocimiento de todos aquellos por quienes dedican sus esfuerzos: los ciudadanos. Pero los políticos no son más que la superficie de la sociedad, que es la que los elige y tiene que controlarlos. Desafortunadamente, los partidos políticos han caído en un descrédito que dificulta su intermediación ciudadana. En ese descrédito ha habido culpas compartidas entre políticos incompetentes, analistas soberbios y aprovechadores que sacan ventaja de ello, pero también de ciudadanos poco comprometidos con la actividad cívica.
Para controlarlos, para vigilar su comportamiento y ver si los comportamientos de los elegidos se corresponden con lo ofrecido, los argentinos disponemos, desde hace mas de ciento cincuenta años de una Constitución, que rige nuestras conductas; las de todos, gobernantes y gobernados, pero que, lamentablemente ha sido y es incumplida de modo constante.
En la contienda electoral que culminó el 3 de junio no se puso en juego todo lo que corresponde dirimir en la que se avecina para la elección de presidente, vicepresidente y diputados de la Nación, que concluirá el próximo 28 de octubre.
Allí sí, además de las cuestiones relativas a los deseos de la gente, deberán estar en juego los valores de la república democrática, representativa y federal que somos, por mandato de la Constitución.
Lo que hay que trasmitir a la ciudadanía y esta debe entender y reflexionar sobre ello, es que las reglas e instituciones previstas en aquélla, no son un capricho ni una simple forma. Son principios sustanciales.
Que el Congreso funcione impide que haya déspotas que decidan sobre nuestros impuestos y como aplicarlos, sin participación de los representantes del pueblo, que serán infames traidores a la patria si ceden sus facultades constitucionales; o que el presidente conduzca los negocios de la Nación como un dictador.
Que los jueces sean independientes, asegura, a todos, tener a quien recurrir, en caso de que nuestros derechos sean conculcados.
Que nadie pueda arrogarse representaciones inexistentes y alzarse contra el orden establecido, es condición imprescindible para la paz social.
Que la prensa sea libre y exprese lo que quiera, impide el pensamiento único, la difusión de mentiras, el ahogo de la voz de la gente que tenga opiniones diversas.
Que los gobiernos provinciales reciban, sin genuflexiones, los fondos que les pertenecen, garantiza el auténtico federalismo, que no es el de mendigar o vender voluntades.
El respeto de todos los derechos constitucionales (libertad, propiedad, debido proceso, entre otros) no son temas baladíes o secundarios. Son la esencia misma del pacto fundacional de los argentinos, tantas veces violado, tantas veces olvidado.
Eso es lo que estará en juego en las próximas elecciones nacionales, además de la necesaria concordia entre los argentinos, que ha sido constantemente atacada por quienes ejercen el gobierno nacional.
La oportunidad está en las manos de la ciudadanía.
Publicado por Fundación Atlas 1853. Autorizada su reproducción en TransEnerCliMa.
El resaltado en negrita y color es de TransEnerCliMa.
Naturalmente habrá múltiples interpretaciones sobre el resultado de las elecciones del 3 de junio. Todas estarán teñidas por las visiones de cada intérprete, pero hay algunas que aparecen prístinas e irrebatibles. Una de ellas es la más clara y contundente: triunfó una nueva alternativa, centrada en la voluntad de quienes quieren un cambio en la conducción del gobierno local. El 45% de los votos se inclinó por la renovación del elenco que gobierna la ciudad, demostrando, de paso, que el candidato del gobierno nacional, no goza de las simpatías del 75 % de quienes sufragaron. Esto es una derrota completa para el oficialismo. Nada más pero nada menos, cualesquiera sean las sesgadas conclusiones que procuren sacar los exegetas del gobierno o los analistas afines.
El electorado de la ciudad de Buenos Aires ha dado la espalda a la prepotencia, a las malas artes, a la ideologización de la política, al revanchismo y al desgobierno, llevados a cabo por el gobierno, que hizo de esta elección una contienda nacional. Kirchner y lo que él representa, fueron vencidos, de manera contundente, por el partido que apoyó a Macri, que mantuvo centrada su propuesta en los temas locales.
Este triunfo de la sensatez frente al oprobio del pensamiento único, el populismo y la irresponsabilidad, tiene la característica, me parece, de no pretender más que lo que estuvo en juego: la gestión de gobierno de la ciudad de Buenos Aires. La mayoría de la gente votó para que haya mejores servicios públicos; para que funcionen normalmente los hospitales y las escuelas; para que cese la inseguridad ciudadana; para que la ciudad esté limpia al igual que sus plazas y paseos públicos, para que el tránsito se ordenado, para que terminen las manifestaciones tumultuarias, agresivas e ilegales de los “piqueteros”; para que los fondos públicos sean administrados con honestidad y transparencia. Nada más ni nada menos.
Ahora bien, para que esta esperanza que se abre, no quede sólo en ello, hay que hacer algunas reflexiones que eviten la sensación de fracaso, tan arraigada en los argentinos, frente a las tribulaciones y escollos de cualquier sociedad de hombres y teniendo en cuenta que el gobierno no se quedará cruzado de brazos y recurrirá a cualquier medio para ensuciar la cancha, primero y dificultar la acción del nuevo gobierno de la ciudad, después.
Macri es la renovación de la clase política. Es la consecuencia natural de aquel “que se vayan todos” nacido en diciembre de 2001, pero sin su ingenuidad, porque es un político. La política es imprescindible y los políticos también. Nada malo hay en ellos, como se pretende hacerle creer a la gente. Se trata de una noble y necesaria actividad y quienes se comprometen con ella deben ser acreedores del reconocimiento de todos aquellos por quienes dedican sus esfuerzos: los ciudadanos. Pero los políticos no son más que la superficie de la sociedad, que es la que los elige y tiene que controlarlos. Desafortunadamente, los partidos políticos han caído en un descrédito que dificulta su intermediación ciudadana. En ese descrédito ha habido culpas compartidas entre políticos incompetentes, analistas soberbios y aprovechadores que sacan ventaja de ello, pero también de ciudadanos poco comprometidos con la actividad cívica.
Para controlarlos, para vigilar su comportamiento y ver si los comportamientos de los elegidos se corresponden con lo ofrecido, los argentinos disponemos, desde hace mas de ciento cincuenta años de una Constitución, que rige nuestras conductas; las de todos, gobernantes y gobernados, pero que, lamentablemente ha sido y es incumplida de modo constante.
En la contienda electoral que culminó el 3 de junio no se puso en juego todo lo que corresponde dirimir en la que se avecina para la elección de presidente, vicepresidente y diputados de la Nación, que concluirá el próximo 28 de octubre.
Allí sí, además de las cuestiones relativas a los deseos de la gente, deberán estar en juego los valores de la república democrática, representativa y federal que somos, por mandato de la Constitución.
Lo que hay que trasmitir a la ciudadanía y esta debe entender y reflexionar sobre ello, es que las reglas e instituciones previstas en aquélla, no son un capricho ni una simple forma. Son principios sustanciales.
Que el Congreso funcione impide que haya déspotas que decidan sobre nuestros impuestos y como aplicarlos, sin participación de los representantes del pueblo, que serán infames traidores a la patria si ceden sus facultades constitucionales; o que el presidente conduzca los negocios de la Nación como un dictador.
Que los jueces sean independientes, asegura, a todos, tener a quien recurrir, en caso de que nuestros derechos sean conculcados.
Que nadie pueda arrogarse representaciones inexistentes y alzarse contra el orden establecido, es condición imprescindible para la paz social.
Que la prensa sea libre y exprese lo que quiera, impide el pensamiento único, la difusión de mentiras, el ahogo de la voz de la gente que tenga opiniones diversas.
Que los gobiernos provinciales reciban, sin genuflexiones, los fondos que les pertenecen, garantiza el auténtico federalismo, que no es el de mendigar o vender voluntades.
El respeto de todos los derechos constitucionales (libertad, propiedad, debido proceso, entre otros) no son temas baladíes o secundarios. Son la esencia misma del pacto fundacional de los argentinos, tantas veces violado, tantas veces olvidado.
Eso es lo que estará en juego en las próximas elecciones nacionales, además de la necesaria concordia entre los argentinos, que ha sido constantemente atacada por quienes ejercen el gobierno nacional.
La oportunidad está en las manos de la ciudadanía.
Publicado por Fundación Atlas 1853. Autorizada su reproducción en TransEnerCliMa.
El resaltado en negrita y color es de TransEnerCliMa.
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